14.7.12

Libertad


-Su Majestad, la guerra es inminente.
-Lo sé, pero no podemos hacer nada para evitarlo.

Costaba respirar en esos instantes previos. Las contiendas eran frecuentes y no había forma de negociar la paz. El dominio de aquel terreno era el objetivo final. Las miradas permanecían fijas en el enemigo hasta que alguien daba los dos primeros pasos y ya no había vuelta atrás. Guerreros valientes se inmolaban mientras los consejeros corrían de un lado a otro llevando mapas y dibujos garabateados por la urgencia de un plan estratégico. El tiempo empujaba las agujas del reloj antiguo que marcaba un constante y obsesivo tic-tac. Cada minuto sumaba un número en la lista de los caídos. El dominio de uno sobre otro se transformaba en victoria. Con el ejército diezmado, dos consejeros corrían hacia un rincón de la torre protegiendo al rey. Las tierras habían sido tomadas por el enemigo. Ya no se trataba de perder la tierra o la libertad sino de asegurarse una muerte digna. El rey, anticipando su destino, hizo un gesto a su consejero quien cayó presa del pánico mientras le alcanzaba el líquido mortal. El silencio repentino se quebró con la caída del cuerpo envenenado del monarca. Sus consejeros fueron tomados prisioneros. El rey vencedor miró a su alrededor y se sintió soberbio, invencible, sediento de poder. Convocó a sus jefes militares y los obligó a seguir sus órdenes: ir en busca de la libertad definitiva.

Dos hombres conversaban y tomaban un café cuando sus gestos quedaron congelados. Las piezas blancas del ajedrez que habían usado minutos antes multiplicaron varias veces su tamaño cobrando vida y se abalanzaron sobre ellos hasta matarlos.

Cuando la policía llegó al departamento encontró dos cadáveres, dos tazas de café sobre la mesa y un tablero de ajedrez con dieciséis piezas negras.


--Este texto forma parte del libro "Vaivenes de un esqueleto" 
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