17.7.12

Llegó la primavera


Carmen y Ernesto subieron a su auto y se prepararon para disfrutar de un día a orillas del río. Cuarenta años de casados eran difíciles de sobrellevar un domingo a la tarde para un matrimonio sin hijos. Y por ser domingo había que romper la rutina de las tardes en la plaza. Era una buena excusa para usar el auto que Ernesto cuidaba con afán obsesivo.

-Acá está bien Ernesto, frená acá...  -dijo Carmen.

-¿Te parece? Hay mucha gente... -rezongó el hombre.

Carmen lo miró con indiferencia, acostumbrada a esos comentarios mientras indicaba donde estacionar. El sol del mediodía jugaba en el agua y el aire parecía más puro que otros días. Lentamente se ubicaron bajo un árbol, un poco alejados de la gente. Carmen abrió la puerta del auto y despedido como bala de cañón salió un perro chihuahua desesperado por correr al aire libre.

-¡Tito! ¡Vení para acá! -gritó Carmen.

El perrito, un pequeño déspota, corría zigzagueando entre los árboles, indiferente al llamado de su dueña. Ernesto sonreía mientras preparaba la mesita y tres sillas para el almuerzo.

Después de un rato, el perrito volvió con una galletita en la boca y perseguido por un pastor inglés juguetón. Tito buscó refugio en Carmen quien ahuyentó a la bola de pelos grises y blancos. Fuera de peligro, Tito volvió a sus andanzas corriendo detrás de la pelota de un partido de fútbol improvisado. Se unió a la carrera del siete que corría decidido a pesar del terreno desnivelado. El perro perseguía a la pelota con los ojos desorbitados y la lengua colgando. La jugada seguía rápida. El siete levantó la cabeza y vio al nueve cabeceador pidiendo el pase. El siete miraba la pelota, miraba al nueve y seguía corriendo; la cancha se terminaba y tenía que tirar el centro al área. Se acomodaba a la carrera para patear cuando un pocito disimulado por el pasto lo desequilibró. En lugar de patear la pelota le entró de lleno a Tito que voló hasta caer en los brazos del nueve que sorprendido atajó al perro. Los aullidos de Tito llamaron la atención de todos en aquel lugar. El siete se agarraba el tobillo con gestos de dolor y se lamentaba por la jugada malograda. El nueve vio venir a Ernesto con cara de susto y le entregó el trofeo caído del cielo. Una vez en brazos de su dueño, el perrito dejó de llorar sabiendo que le esperaban muchos mimos por el golpe recibido. Carmen los esperaba con angustia contenida temiendo que su “hijo” se hubiese lastimado.

-Veeeenga con mamáaaaaa... pobrecitooooo... qué le hacen... -decía la mujer mientras acariciaba al perro.

Tito con cara de víctima recibía los mimos estirando sus patitas al cielo. Después de tanto revuelo Carmen lo sentó en una silla y le sirvió su plato con comida y agua. La tranquilidad duró poco. Con la pancita llena y toda la tarde por delante Tito se puso a ladrar haciéndoles saber que era la hora de su juego favorito. Ernesto fue hasta el auto a buscar la pelotita verde y comenzó el ejercicio. Tito corría buscando y trayendo la pelotita. Apenas podía sostenerla en su boca pequeña. Sus orejas y su cola le daban un aspecto de robot a control remoto. 

En una rápida maniobra, la pelotita voló hasta rebotar en un árbol, luego en una piedra y rodó hasta la orilla del río. Al llegar, Tito vio una botella que flotaba en el agua. Se olvidó de la pelota y puso su atención en el objeto que se movía rítmicamente. Se escuchaba la voz lejana de Ernesto llamando al perro y los ladridos agudos dirigidos a la botella arrastrada por la corriente. 

-¡Vení Carmen! ¡Tito se tiró al río! -gritaba Ernesto mientras corría hacia la orilla.

La corriente era lenta pero arrastraba aquella extraña unión: no se sabía si el perro tenía una botella en la boca o si la botella tenía un corcho extraño con ojos saltones. Tito no se ahogaba pero se alejaba cada vez más. 

-¡Ay mi Tito! ¡Por favor... ayúdenlo! -gritaba Carmen desesperada- ¡Ernesto hacé algo!

-¿Y qué querés que haga? -decía el hombre nervioso.

Un chico trató de bajar al río para buscar al perrito pero desistió al ver muchas piedras y algas. Una mujer joven vio pasar al guardaparque y lo trajo al lugar.

-¡Ay señor! ¡Mi perro! Se lo lleva la corriente, Dios me libre y guarde, haga algo! -imploraba Carmen.  

Tito y la botella se alejaban rápidamente por el cauce del río. El revuelo se hacía general. Dos chicos corrían por la orilla siguiendo el recorrido del perro.

-Aquí móvil dos... a móvil uno.. cambio -dijo el guardaparque usando su handie.

-Aquí móvil uno... cambio... -respondió una voz distorsionada.

-Tenemos un perro arrastrado por la corriente del río, estamos en la zona de las curvas... la corriente está bastante lenta pero se lo está llevando igual... cambio -explicaba el hombre.

-Ok... nos acercamos a la zona recta para esperarlo y sacarlo del agua...cambio y fuera.

El guardia llamó al matrimonio y trató de tranquilizarlo. Luego los tres subieron al vehículo oficial del parque y se dirigieron a la zona de los laguitos donde estaba el móvil uno.

Mientras tanto Tito pataleaba orgulloso y luchaba por mantener prisionera a la botella. Miraba a los chicos que le gritaban desde la orilla y seguía concentrado en su aventura. El río tenía curvas que fue sorteando hasta desembocar en la recta donde lo estaban esperando.

-¡Ay mi diosito! Mi bebé tan chiquitito! ¡Pobrecito! -decía Carmen santiguándose y mirando al cielo.

-Tranquilizate Carmen, es un perro y los perros no se ahogan en un río como éste... -decía Ernesto con toda la paciencia.

-¡Pero hay muchas piedras y él es tan chiquitito! - seguía diciendo la mujer.

Ernesto hizo un gesto cómplice al guardia que tomó el handie y preguntó si habían visto a Tito.

-Aquí móvil uno... todavía no vemos nada... ¿qué descripción tiene el perro?... cambio...

-Es un chihuahua, color café... se tiró para buscar una botella, quizás aparecen juntos... cambio...

-Ok... cambio... -el silencio duró unos segundos- ...aquí móvil uno... vemos venir al perro... parece que está bien...

-¡Bendito sea el señor! -gritó Carmen.

-¡Shhhhhh! -la calló Ernesto- ¡no me dejás escuchar!

-Móvil uno... repita el mensaje... cambio... -pidió el guardaparque.

-El perro no quiere soltar la botella... ya lo están sacando del agua...cambio... -informó la voz.

-Ok... estamos cerca del lugar... cambio y fuera... -dijo el guardaparque mientras maniobraba llegando a los laguitos.

La gente se había amontonado para ver el rescate. En esta zona se formaban depresiones y el agua estaba estancada. El acceso era fácil y seguro. Apenas vieron a Tito se metieron dos guardaparques para agarrarlo. La tarea no fue difícil pero si inédita. Tito no quería que le sacaran la botella que tanto esfuerzo le había costado conservar. Algunas personas arrancaron un aplauso general para los rescatistas y las sonrisas invadieron las caras de la gente. 

-Mi bebéeeee!!!!!! -gritaba Carmen mientras caminaba con paso ligero.

Tito escuchó la voz de la mujer y soltó la botella. Se zafó del rescatista y saltó al pasto para luego correr a los brazos de Carmen. 

-Falta la música de fondo... -pensó el rescatista viendo esa escena de película.

El reencuentro fue emotivo: besos, lengüetazos, sollozos, llanto... Ernesto agradeció a los guardaparques y hasta hicieron algún comentario gracioso sobre lo ocurrido. 

Con el perrito a salvo, la gente volvió a lo suyo y el matrimonio subió al vehículo oficial para regresar a la zona de las curvas. La botella quedó olvidada en manos de los rescatistas. En su interior había una hoja de papel y una flor seca planchada por estar dentro de algún libro. Los hombres sacaron la hoja y leyeron:

“Te vas tan rápido que no sé qué hacer con el tiempo.”


--Este texto forma parte del libro "Vaivenes de un esqueleto" 
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