24.7.12

Dos mil pasos hacia el sur


El calor del mediodía era insoportable. El viento caliente empujaba el paso de una iguana que cruzaba la carretera. Cada tanto el ruido de los camiones despertaba a los perros que descansaban en la sombra. Una gasolinera rompía la monotonía del paisaje desértico. Sólo una bomba expendedora sacaba del apuro a algún viajero perdido. Nadie recorría esos interminables kilómetros mexicanos si no tenía un motivo importante. Camiones solitarios abastecían a los pocos pueblos que quedaban. Se decía por ahí que un tal Remigio había comprado este lugar para rehacer su vida; que vino de muy lejos huyendo de algunos hombres. No se sabía bien si les robó o si los ofendió durante alguna borrachera, pero lo cierto es que se aseguró de alejarse lo suficiente de esos problemas. Quizás buscaba un poco de tranquilidad para pasar el resto de su vida. Y allí se quedó todos estos años entre perros y cervezas. Ni siquiera se levantaba de su hamaca para atender a los clientes. Les gritaba desde el vaivén de la sombra que se sirvieran y que dejaran el dinero al costado.

-Ahí en el botecito -decía. Y seguía con la vista fija en el desierto.

Un día, después de la siesta, llegó un hombre joven de aspecto fuerte, con signos evidentes de deshidratación y agotamiento.

-¿Me regala tantita agua? -susurró.

Remigio se conmovió y entró a la cocina para buscar una cerveza.

-Aquí tiene, es todo lo que tengo, aquí no hay agua -dijo el viejo restándole importancia a la conversación y acomodándose en la hamaca.

El hombre no contestó y tomó hasta vaciar la botella.

-Gracias... vengo del norte... hace cinco días que no veo a nadie... duermo donde puedo y si no, ps, sigo caminando todita la noche.

-¿pa’ onde va?- preguntó Remigio con desconfianza.

-Voy p’al sur, allí me esperan...

-¿Quién?- indagaba el viejo mientras tomaba cerveza.

-¿Puedo pasar la noche aquí? Mañana temprano sigo mi camino...

-Por mí no hay problema. Hace mucho tiempo que hablo solo. Ya no sé si estoy vivo o muerto... Algunas veces me despierta el ruido de algún camión o el calor de la tarde que debe ser igual al mismísimo infierno; otras veces, la cerveza y la siesta me hacen creer que veo el mar. ¿Cuál es su nombre?

-Dígame Alfonso... me queda bien ese nombre, va?

-Me da igual.-contestó el viejo indiferente.

-¿Cuántos días tardaré en llegar a la frontera sur?

-Depende... ya estamos en época de lluvias, si va caminando no creo que aguante.

-Tengo que llegar.

-¿Y qué es eso tan importante que hay en el sur? -preguntó Remigio espantando moscas.

-Es muy largo pa’ contar ahorita, hice una promesa.

-Bueh... cada quien con su cruz... -y su mirada volvió a perderse. Alfonso se sentó, apoyó su espalda contra la pared y decidió romper el silencio incómodo que se había instalado.

-Mi hermano trabajaba en el campo. Volvía a su casa al anochecer, casi siempre borracho, como alma que se lleva el diablo. Le pegaba a Dolores, su mujer y hasta a mi madre cuando trataba de impedirlo. Un día yo venía medio entonado, había visto a mi mujer con un tipo y tenía una rabia que me comía por dentro. Cuando llegué a casa vi a mi hermano sacudiendo a Dolores y a mi madre tirada en el piso, entonces no aguanté más y le cobré a la vida todas juntas. Me abalancé sobre él y caímos arrastrando la mesa. Dolores gritaba tratando de separarnos. Yo no podía pensar, quería matarlo. Después de eso, de lo único que me acuerdo es de mi madre llorando y preguntándole a la virgencita por qué nos mandaba esta desgracia.

Alfonso se quedó en silencio y miró al viejo que esperaba el final de la historia.

-Se corrió la voz en el pueblo y decían que yo estaba maldito. Mi madre me pidió que me fuera, me dio este rosario y se quedó llorando mientras me alejaba. Y así empecé mi viaje. Creo que llevo semanas caminando, llegando a pueblos que ni nombre tienen.

-Pero ¿adónde va? Dijo que lo esperan...

-Sí, mientras caminaba no podía dejar de pensar en todo lo que había pasado. Me veía tan solo en medio de la nada. No tenía un lugar adonde ir, ni una familia que me esperara. Traté de no morir de hambre, de sed o simplemente de desesperación. Y una noche cuando ya el frío era insoportable empecé a cantar para no dormirme y morir congelado. Canté las canciones que mi madre entonaba cuando era chico. Canciones de leyendas, de personajes raros, de guerreros con plumas. Y en ese momento decidí que no iba a morir ahí como un perro. Sacaría fuerzas de cualquier lado pa’ llegar a mi salvación. Me prometí ser fuerte y llegar hasta el lugar que me de una señal y sabré que allí será donde tengo que quedarme. Yo voy a volver a vivir... sin pasado... sin muertes...

-Voy por otra cerveza... -dijo el viejo incorporándose lentamente.

--Este texto forma parte del libro "Vaivenes de un esqueleto" 
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