No hay ningún invento capaz de manipular el tiempo. La impotencia se refleja en los relojes que se conforman con señalar el paso de las horas, como alguien que se sienta en el umbral a ver el paso del corso. Nadie puede usar el tiempo como si fuese plastilina. Minuto que pasó, minuto que no volverá.
Sería fantástico poder viajar en el tiempo y presenciar momentos históricos. Ir a un museo y elegir de una lista de opciones el hecho significativo que queremos observar. Podríamos aparecer caminando, con un impermeable y un maletín, en una calle de Londres, en el preciso momento en que los Beatles salen a la terraza de los estudios Apple y suenan los primeros acordes de “Don’t let me down”. Estirar el cuello y esforzarnos por reconocer de lejos los pelos al viento de Lennon mientras miramos al tipo de al lado que iba a trabajar y ahora canta las canciones sin preocuparse por sus horarios de oficina.
Pero podríamos ir más lejos y sentir el sol en una playa de las Antillas. Y al volver de un bostezo, abrir los ojos y ver a lo lejos tres carabelas acercándose a la costa. Correr desesperadamente a escondernos entre la vegetación y esperar que Colón ponga un pie en América. Contener las ganas de gritarle muchas verdades y acordarnos que este museo del tiempo sólo nos permite ser observadores. No podemos cambiar la historia.
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