¿A quién no le temblaba el pulso cuando era el momento de apoyar el último naipe en la torre que fingía ser pirámide? El olfato atento a las tortas fritas que crepitaban ahogadas en grasa y el silencio forzado de los parientes que observaban (agotado ya todo tema de conversación) al improvisado arquitecto dominguero que intentaba coronar su obra con la sota de bastos.
Un segundo de gloria y el aplauso de la gente antes de que una puerta se abriera dejando entrar al viento que, veloz y destructivo, derrumbó la torre.
Cuando pienso en ese entretenimiento que dura veinte minutos mientras se calienta el agua para el mate, imagino a quienes hacen de la precisión y el pulso firme la base de su trabajo. Sabiendo que un milímetro de diferencia en un corte no derrumba una torre de naipes sino que envía a la muerte a un ser humano.
La buena noticia de hoy es otro transplante de corazón, uno artificial externo mientras se espera el órgano real. La intervención duró diez horas. Detalle a tener en cuenta cuando un empleado municipal empuja las agujas de su reloj para suspender “su agitada” vida laboral y tomarse su mate cocido con criollitas o fumarse un pucho en la vereda.
Como es nuestra costumbre cuando algo nos emociona, nos ponemos de pie y aplaudimos: hoy, a quienes hacen de su profesión una herramienta para mantenernos en el mundo un rato más.
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