19.7.12

Vaivenes de un esqueleto


Como en el final feliz de una película mala, aceleré el paso con la ansiedad de toda una vida en la garganta. Creo que no escuché más que mi respiración agitada por el desnivel del terreno. El aquelarre de franceses y europeos  varios quedó atrás. Ese enjambre de cámaras fotográficas y sombreros de la Isla de Gilligan no arruinó mi esperado instante de gloria. Con el suspenso de un inminente salto al vacío frené al borde del barranco y ahí estaba: majestuoso e imperturbable, con la seguridad de sentirse eterno. Sí, ese momento cambió mi vida. Aunque parezca algo trivial, ahora que han pasado algunos años, ese mediodía de verano congeló el tiempo en mi cabeza. El murmullo de esos turistas le robó el misticismo a la escena y me acostumbré por unos minutos a sentir su presencia a mis espaldas. 

Ningún paisaje se compara con el mar transparente y la arena blanca. Esta continuación exacta y previsible de otoños patagónicos se hace cada vez más difícil de tolerar. No es lo mismo un cielo gris que un cielo celeste sin nubes. No es lo mismo leer bajo la sombra de un árbol que leer frente al hogar a leña. No quiero  ser una cebolla a la hora de desnudarme, sacándome una prenda tras otra en un aburrido streptease solitario. 

Se estremece el cielo con cada trueno. Se ilumina la calle con un esplendor intermitente y fugaz. Este lugar no es mi lugar y mis dedos construyen con palabras el escenario de una vida mejor. ¿Para qué sirven, si no, los libros? Para escaparnos de la realidad  pegajosa, de roces repetidos y vacíos insalvables. La humedad del alma pudriéndose adentro sin que a nadie le importe. Un desesperado intento de no necesitar de nadie. La sensación de existencia efímera que acalambra las ganas. Un tamiz con ilusiones desgajadas cayendo en la tierra negra del destino marcado. 

Palabras, combinación adecuada de letras. Escaleras del pensamiento. La noche acentúa mi tristeza. Una tristeza que flota, no se rebela. No quiere irse, se acomoda en cada rincón de este aire viciado. Me mira de reojo y se ríe a carcajadas. Ya me conoce, sabe que trato de matar el dolor con palabras. Y aparece siempre puntual para ser mi única espectadora. No tengo el valor de enfrentarla, prefiero hacerme la distraída e ignorarla hasta clavarle un puñal de versos y así sacarla del camino por un rato. 

Hay cinco cajas en aquel rincón. Muchos libros, tres cuadros de viejos dolores y las fotos que certifican mi paso por este planeta.  Dejé un poco de vida en cada cuerpo que se unió al mío. Distintos perfumes, siluetas a media luz, manos que bajaron lunas y escribieron despedidas. Saltos al vacío y valijas en la puerta. Las personas se van y el corazón oxidado nos sigue doliendo. Nos avisa que va a venir otra sonrisa y otros ojos y que otra vez se va a repetir la historia. Y así, a sabiendas, nos deslizamos vertiginosamente hacia otro pozo que nos va a doler más porque se suma a los anteriores. 

La imagen de un bostezo. De una tarde sin fecha en un piso catorce, de mi abuela y un ataque de bostezos. Llegué a contarle veinticinco seguidos. Una imagen que quedó en mi memoria. Ahora, lo único que tengo de ella: recuerdos. Palabras e imágenes. Una última imagen de cuerpo vacío por la muerte. Una mañana de trámites apurados y tierra sobre un cajón de madera. Una sensación de nada y de todo. De no saber y de qué esperar. Un presagio del destino común. Una foto de otros tiempos y el calor que todavía siento en ese abrazo de diez por quince. Se me cae una lágrima que chorrea por dentro. Se resbala y se hace herrumbre de latidos iguales.

Busco monedas en un bolsillo roto, descosido por los tirones de la necesidad. No uso billetera, no la necesito. Cuando el dinero me visita me ocupo de no dejarlo salir pero él insiste en seguir su camino. Yo no me preocupo mucho por buscarlo. Siempre hay un precio para todo. Yo nunca quise pagarlo y así estoy, con la fortuna de mis palabras sin cotización de bolsa. Con hambre muchas veces y la panza llena muchas otras. Alimentando mi bohemia con esfuerzos ajenos. Agradeciendo cada gesto de solidaridad hacia mí.  Durmiendo en sábanas de otros, respetando soledades estipuladas y caminando de norte a sur y de sur a norte tantas veces como sea necesario. Caminando con el mar a un costado. Un mar que no es transparente pero se hace respetar con una gama de colores opacos, de caparazón de tortuga. Un mar que inspiraría poetas pero no pintores. O quizás pintores melancólicos tratando de encerrar en el lienzo rectangular el abismo de un horizonte.  Por eso insisto en volver a ese mar de paraíso tropical, aunque sea para que mis huesos se pudran en ese suelo de paz y belleza infinitas. Para sentir como se pasa de la vida a la muerte con el sonido del viento en las hojas y las olas en la playa. Es raro planificar  el final. Yo pienso vivir mucho tiempo más. Y si algún día me encuentro con la huesuda de frente: piquete de ojos y a correr.

¿Es posible lavarse las caricias que tiene el cuerpo? Es posible revivir sensaciones de vértigo, de primera vez con alguien. Es posible volver a sentirse inmortal pero un inmortal con abolladuras que se notan en la piel. Con menos ganas de apostar, de soñar, de compartir, de aguantar ruidos y vaivenes de otro esqueleto que conviva con nosotros. Ya no queremos fundirnos los dos en uno, o gritarle a la gente que pasa en el colectivo que estamos enamorados. Ya no abrimos los ojos con la misma pregunta en las pupilas porque  conocemos las respuestas de antemano. No hay ingenuidad. No hay entrega. Nos vamos encerrando en una cárcel de malos recuerdos, de desilusiones vigentes y olvidos presentes. Colgamos en la pared el cartelito: “mejor solo que mal acompañado” y preferimos terminar nuestra vida con un perro fiel durmiendo a los pies de la cama. 


“Vaivenes de un esqueleto” 
Tercer Premio - Narrativa - 2do Concurso Literario “Manos Solidarias” 
Rotary Club Mar del Plata, Buenos Aires, Argentina.  Junio 2004.

--Este texto forma parte del libro "Vaivenes de un esqueleto" 
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