“Emborracharse es
trabajo”. Siempre respondía con esa frase a mis cuestionamientos.
Era inútil esgrimir una extensa lista de argumentos tratando de
refutar aquella sentencia grabada a fuego, utilizada como escudo
impenetrable y puerta cerrada para cualquier intento de diálogo. Ese
bar tenía algo de sagrado para quienes lo frecuentaban y debo
confesar que emanaba cierto misticismo que me atraía.
El aliento alcohólico
con el que Julio regresaba a casa lo alejaba de todo ser vivo en un
radio de dos metros. Era imposible compartir la cama y mantener un
diálogo sin pelear. Me acostumbré a sus horarios de murciélago, al
ruido del auto que parecía llegar en puntitas de pie y a los perros
que sin importar la hora salían a recibirlo con alegría. Algunas
noches no podía volver a dormir después de su llegada y pasaba
largas horas boca arriba renegando del insomnio o rumiando las
últimas palabras de la reciente discusión.
Emborracharse es trabajo
en el mundo de los abogados. Todo se arregla o se deshace entre copas
y conversaciones que empiezan sobrias y terminan en el absurdo. El
que se niega a tomarse una copita con sus colegas corre el riesgo de
ser excluido de la próxima juerga y del círculo de amigos. Y así,
sin querer, los tragos y las noches comienzan a multiplicarse como
los granos de arroz en un tablero de ajedrez.
Hay quienes logran rescatarse del entorno etílico y no pierden el
estilo. Otros tienen apartada su mesa y su botella y gozan de una
atención privilegiada porque son los parroquianos fieles que siempre
encuentran un motivo para brindar mientras la noche ostenta su
devaluado glamour y pasan los vendedores de billetes de lotería, los
clientes de ocasión y las parejitas que necesitan un lugar donde
nadie sería capaz de buscarlos.
El tiempo se percibe
distinto para quién espera en casa y para el que está muy a gusto
en el “Barracuda”. Muchas veces pensé que Julio me engañaba.
Otras noches no tenía ganas de arruinarme el momento con
suposiciones de cuernos y prefería ver tv y luego dormir.
Un día tuve la necesidad
de resolver un asunto legal y recurrí, lógicamente, a Julio quien
propuso distancia entre lo laboral y lo doméstico haciendo que un
colega llevara mi caso. Acordamos un horario para la cita que tendría
lugar en el “Barracuda”.
Aquel lugar era un
universo paralelo, poblado por personajes interesantes para observar.
El humo de los cigarros en bocas, manos y ceniceros invadía cada
rincón del bar y de mis pulmones. El mobiliario lo situaba como
cafetín retro y el murmullo de los presentes daba la seguridad de
que cada conversación no se escapaba de la mesa que la creaba.
Enseguida localizamos al abogado que nos esperaba 'copa en mano' y
lo trivial ahogó a lo jurídico. Hablamos de mi caso lo justo y
necesario entre bromas y anécdotas de las que no me sentía parte. Y
en esos momentos de exclusión pude abstraerme y observar que la
mirada de Julio tenía un brillo extraño. Comía, bebía, se
lo veía feliz de estar allí con su colega dentro de una
conversación que lo tenía entusiasmado. Me sentí ajena y a la vez
comprendí que cada quien tiene derecho a ser feliz y pasar el rato
como mejor le haga a su alma.
Emborracharse es trabajo.
Y para Julio es vestir un placer con el traje de la responsabilidad
para no tener que dar explicaciones y dejarse ir junto a quienes son
por un rato la compañía ideal.
Pág. 13 > Del libro: "Mi cuerpo en sepia"
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