26.9.13

Emborracharse es trabajo

Emborracharse es trabajo”. Siempre respondía con esa frase a mis cuestionamientos. Era inútil esgrimir una extensa lista de argumentos tratando de refutar aquella sentencia grabada a fuego, utilizada como escudo impenetrable y puerta cerrada para cualquier intento de diálogo. Ese bar tenía algo de sagrado para quienes lo frecuentaban y debo confesar que emanaba cierto misticismo que me atraía.
El aliento alcohólico con el que Julio regresaba a casa lo alejaba de todo ser vivo en un radio de dos metros. Era imposible compartir la cama y mantener un diálogo sin pelear. Me acostumbré a sus horarios de murciélago, al ruido del auto que parecía llegar en puntitas de pie y a los perros que sin importar la hora salían a recibirlo con alegría. Algunas noches no podía volver a dormir después de su llegada y pasaba largas horas boca arriba renegando del insomnio o rumiando las últimas palabras de la reciente discusión.
Emborracharse es trabajo en el mundo de los abogados. Todo se arregla o se deshace entre copas y conversaciones que empiezan sobrias y terminan en el absurdo. El que se niega a tomarse una copita con sus colegas corre el riesgo de ser excluido de la próxima juerga y del círculo de amigos. Y así, sin querer, los tragos y las noches comienzan a multiplicarse como los granos de arroz en un tablero de ajedrez. Hay quienes logran rescatarse del entorno etílico y no pierden el estilo. Otros tienen apartada su mesa y su botella y gozan de una atención privilegiada porque son los parroquianos fieles que siempre encuentran un motivo para brindar mientras la noche ostenta su devaluado glamour y pasan los vendedores de billetes de lotería, los clientes de ocasión y las parejitas que necesitan un lugar donde nadie sería capaz de buscarlos.
El tiempo se percibe distinto para quién espera en casa y para el que está muy a gusto en el “Barracuda”. Muchas veces pensé que Julio me engañaba. Otras noches no tenía ganas de arruinarme el momento con suposiciones de cuernos y prefería ver tv y luego dormir.
Un día tuve la necesidad de resolver un asunto legal y recurrí, lógicamente, a Julio quien propuso distancia entre lo laboral y lo doméstico haciendo que un colega llevara mi caso. Acordamos un horario para la cita que tendría lugar en el “Barracuda”.
Aquel lugar era un universo paralelo, poblado por personajes interesantes para observar. El humo de los cigarros en bocas, manos y ceniceros invadía cada rincón del bar y de mis pulmones. El mobiliario lo situaba como cafetín retro y el murmullo de los presentes daba la seguridad de que cada conversación no se escapaba de la mesa que la creaba. Enseguida localizamos al abogado que nos esperaba 'copa en mano' y lo trivial ahogó a lo jurídico. Hablamos de mi caso lo justo y necesario entre bromas y anécdotas de las que no me sentía parte. Y en esos momentos de exclusión pude abstraerme y observar que la mirada de Julio tenía un brillo extraño. Comía, bebía, se lo veía feliz de estar allí con su colega dentro de una conversación que lo tenía entusiasmado. Me sentí ajena y a la vez comprendí que cada quien tiene derecho a ser feliz y pasar el rato como mejor le haga a su alma.
Emborracharse es trabajo. Y para Julio es vestir un placer con el traje de la responsabilidad para no tener que dar explicaciones y dejarse ir junto a quienes son por un rato la compañía ideal.


Pág. 13 > Del libro: "Mi cuerpo en sepia"
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