9.10.13

LA OTRA FAMILIA

Julio consiguió un buen empleo que lo mantiene en su oficina de nueve a veinte horas de lunes a viernes. Tiene un alto puesto con gente a cargo y muchas responsabilidades y urgencias que pueden arrancarlo de la casa en cualquier momento del año. A Julio le apasiona su trabajo y el dinero fluye tranquilamente en el circuito de gastos de nuestra familia. Teniendo la panza llena y las necesidades cubiertas podemos darnos el lujo de reírnos de nosotros mismos.
He notado como paulatinamente Julio y yo vamos perdiendo “horas de vuelo juntos”. Él se va muy temprano en la mañana, yo despierto minutos después. Él desayuna, almuerza, merienda y cena fuera de casa, yo en mi estudio. El trabajo lo obliga a convivir con sus compañeros durante diez horas al día y los temas laborales se vuelven prioridad, por eso cuando alguna noche de excepción Julio llega a cenar a casa y le cuento “sabes, hoy leí que….”, noto sus ojos vacíos porque dentro de su cabeza se está proyectando otra película: la de la audiencia de mañana y tengo la misma sensación que cuando cruzo mi mirada con la de un maniquí en una tienda departamental. Físicamente está allí pero no existe como persona.
En lo estrictamente laboral es justificable y comprensible que sus obligaciones capten su atención pero esa “nueva familia” de extraños cada vez más cercanos va ganando terreno y robando los quince o veinte minutos por día en los que Julio pisa esta casa. Muchas noches llega tardísimo y estoy durmiendo, abre la puerta del cuarto despertándome, me saluda, dice cinco palabras sobre su día y recibe o envía mensajitos de texto con su celular a Ernesto “el alce” o a María Mercedes. ¿Qué no puede dar por terminada la jornada laboral de una vez?
Es la realidad de muchas personas. Ganarse el pan y sostener a una familia implica dejar de formar parte de esa familia. Es inevitable. Si convives con dos o tres compañeros en diez metros cuadrados terminas conociendo sus vidas hasta el más mínimo detalle. Sabes que Ernesto quiere a su esposa a pesar del hecho que le regaló su apodo; sabes cómo sufre Ricardo con ese dolor de cintura; conoces de memoria a la tía Esthercita porque Rosalía no para de hablar de ella; te sientes atraído por los ojos delineados de María Mercedes y la forma en que pronuncia tu nombre y no basta con esa convivencia obligada sino que enseguida se arma el plan para seguir el relajo en libertad en algún bar aunque sea día de semana. Parecen caramelos en un frasco al sol, pegoteados, inseparables. Y luego de todo el día, después de las cuatro horas en el bar, ya de madrugada y antes de dormir aún se mandan mensajitos haciendo alusión a algún hecho del día.
Sin darme cuenta yo también voy conociendo ese mundo nuevo porque durante los fines de semana Julio no deja de hablar de sus compañeros, de sus anécdotas, de los chistes que a veces son de humor universal y muchas otras son códigos que sólo ellos entienden. Conozco todos los apodos y alguna vez los he verificado con mis propios ojos como cuando nos encontramos en la calle con Daniel a quien llaman “el hurón”. Mientras Julio me lo presentaba y yo estrechaba su mano no podía dejar de pensar “sí te pareces, amigo”.
La otra familia nos devora, nos quita protagonismo, nos resta esplendor… porque aquí vivimos con la sincera brutalidad del tiempo que pasa y nos deja huellas en la cara, porque lo que ves es lo que hay y no se necesita fingir una imagen ni un modo de ser.
La nueva familia se alista para salir a escena a desempeñar su rol con profesionalismo y glamour pero nadie nos cuenta la verdadera fachada de María Mercedes cuando antes de dormir sus ojos ya no tienen el delineado perfecto.
Quedan en el tintero mil cotidianeidades que no encuentran lugar en los breves instantes que compartimos. Estamos amarrados al muelle pero la corriente nos lleva mar adentro en veleros separados, las olas nos alejan en su lento pero implacable vaivén. 

Pág: 9 > Del libro: "Mi cuerpo en sepia"
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