LA BIBLIOTECA
Lo primero que uno piensa
en errónea asociación es que los bibliotecarios son gente dichosa
porque están rodeados de libros que pueden leer en horario de
trabajo. Cualquiera que haya utilizado los servicios de una
biblioteca pública notará, excepciones aparte, que los empleados
viven en otra dimensión donde el tiempo transcurre más lentamente
que para el resto de la gente. El contraste es mucho mayor para
quienes vivimos a velocidad “internet” donde un segundo de espera
significa una respuesta tardía.
No importa en qué país
esté ubicada la biblioteca, el ambiente silencioso genera las mismas
reuniones “sotto voce” en cualquier rinconcito para echar el
chisme. Es curioso ver en la pared los letreros pidiendo silencio y
en la sala los usuarios concentrados en su lectura a pesar del
bisbiseo constante del grupo de empleados cotorreando como si
estuvieran en una peluquería. Ni hablar de las bibliotecas que se
han convertido en un centro de actividades para niños de kinder o
las que cuentan con un acervo del año de la inquisición. La mayoría
de las bibliotecas públicas son tierra de nadie.
OFICINAS DE GOBIERNO
Hoy llegué a una oficina
de gobierno y muy amablemente me pidieron que esperara mi turno
sentada en una silla. Observaba a la empleada mover papeles, copiar
datos, abrir cajones, buscar carpetas a una velocidad de tortuga
perezosa. La empleada sabía que yo la estaba esperando pero no
aceleró sus acciones muy dueña de su tiempo y del mío. Enseguida
comprendí que en este caso no era mala voluntad de la empleada sino
distintas formar de concebir la palabra “trabajo”. Para un
empleado de gobierno el horario de trabajo es cárcel, es tiempo que
pasa lento y que no vale al menudeo pues haga lo que se haga el
cheque viene a fin de mes. Para quienes trabajamos en forma
independiente y somos nuestro propio jefe cada minuto es o no es
dinero, cada minuto puede ser ganancia o pérdida por eso corremos de
un lado a otro, nos organizamos mejor, no queremos perder veinte
minutos saludando al compañero de oficina porque queremos comenzar a
generar dinero. Esta simple diferencia aparentemente económica se
convierte en estilo de vida.
LA EMPRESA
El primer día en un
nuevo trabajo nos recuerda al primer día de clases. Enfrentar al
grupo de desconocidos que ya posee códigos propios y amistades
establecidas es una prueba difícil. Tratamos de agradar, de ser
discretos y de tolerar por demás para ganarnos el respeto de los
nuevos compañeros. Las coincidencias y desavenencias se van
manifestando ubicándonos de un lado u otro de la calle. Las horas de
descanso y espacios compartidos pueden ser un merecido relax o un
infierno de intrigas. Nunca falta la víbora que nos observa desde su
cubículo enroscada en su silla haciéndonos notar que no le
simpatizamos. Las guacamayas siempre encontrarán un minutito para
acercarse y hacer plática y tantear nuestra postura para saber si se
puede confiar en nosotros. Los jefes pueden ser aliados o enemigos y
no hay más responsable de esto que el azar. Y así transcurren las
primeras semanas en nuestro nuevo empleo, más preocupados por el
entorno social que por las tareas laborales. En todas las oficinas
hay un envidioso, un inteligente, un mal hablado, un payaso, una
ligera de cascos, una “Susanita” y lo mejor será aprender a
sobrevivir en esa selva urbana con esa fauna que nos tocó.
EL FRACCIONAMIENTO
En algunos aspectos la
sociedad sigue arrastrando sus prejuicios más necios hasta nuestros
días y vivir en fraccionamientos de menos de cien casas es un
ejercicio de observación interesante, particularmente durante las
juntas de colonos para debatir temas en común.
Se constituye la Junta
Directiva o Comité con cinco o seis personas. Al mismo tiempo se
constituye el bando de los opositores, los “dedo en alto” que
todo objetan y todo critican con el único afán de lanzar palabras
al aire. Nunca es una crítica constructiva seguida de propuestas o
posibles soluciones. Siempre es el dedo acusador que olvida que la
Junta Directiva trabaja Ad Honorem.
Los pleitos entre vecinos
son de lo más variado. Ruidos a altas horas de la noche, cocheras
invadidas por vehículos ajenos, áreas de estacionamiento de visitas
usadas por los colonos, niños que rompen plantas, perros que defecan
y dueños que no juntan sus heces, exceso de velocidad, mora en los
pagos de mantenimiento, vecinos que insultan al vigilante porque al
ser morosos no tienen derecho a que se les abra el portón, etc.
Se parte de la premisa
que jamás estarán de acuerdo cien personas por lo que se busca la
mayor participación de los vecinos y se espera cierta tolerancia
para escuchar y respetar distintos puntos de vista. Muchas de las
casas están en renta y a los dueños no les interesa participar en
las juntas. Otros vecinos jamás asisten y acatan lo que se decida.
Lo cierto es que con suerte solo asiste a las juntas convocadas el
15% de los colonos.
La primera Junta
Directiva se diluyó a los pocos meses por rumores sobre malversación
de fondos hiriendo susceptibilidades y generando distancias que aún
persisten. Los nuevos administradores tomaron las riendas y todo
transcurrió en forma gris, sin sobresaltos pero tampoco sin logros.
La tercera administración fue una amable imposición de los vecinos
hacia una persona que en juntas anteriores había mostrado mucho
carácter y no había tenido pelos en la lengua para enfrentar a quien
sea. Pensaron que pondría en vereda a los morosos y que el orden se
instauraría automáticamente pero no hay soluciones mágicas porque
somos seres humanos en convivencia y esto es sinónimo de problemas.
Cierto día llegó un
camión de mudanzas con nuevas inquilinas. A la mañana siguiente un
vehículo las trajo a su nueva casa con el logo del centro nocturno
para caballeros donde trabajaban. No faltó la vecina que espió
detrás de su cortina y corrió a comentarlo. Enseguida empezaron los
correos y las llamadas al nuevo administrador reclamando que “éste
es un fraccionamiento de familia”, “qué como se puede permitir”,
etc.
Estas mujeres
efectivamente trabajaban como bailarinas en un club nocturno y
algunas veces venían con clientes a domicilio. Una de las vecinas
quejosas esgrimió indignada el argumento de que se escuchaban
gemidos en la casa de estas mujeres a lo que el administrador
respondió que él no podía hacer nada puesto que esos ruidos se
generaban dentro de la propiedad de las mujeres y que en definitiva
“no serían muy distintos a los que usted, doña Chole, hace con su
marido... ¿verdad?” Doña Chole se puso roja, apretó los labios,
dio media vuelta y se fue a su casa masticando rabia.
Entre bambalinas se decía
que eran muchos los vecinos que no aceptaban la presencia de estas
mujeres y el fraccionamiento se volvía tenso como si viviéramos una
cacería de brujas. El malestar llegó a tal grado que el
administrador tuvo que hablar con las mujeres para ponerlas al tanto
de la situación a lo que respondieron que desde el primer momento
los colonos hicieron sentir el desprecio.
Mientras ellas no causen
molestias a los vecinos no se les puede juzgar por su trabajo. Hay
muchas “familias” que no respetan las reglas de convivencia,
niños que gritan, bebés que lloran, perros que ladran porque están
todo el día solos, pero eso es “normal” para la gente
prejuiciosa o envidiosa. Una de las mujeres dice que vio a “Pico de
loro”, un hombre mayor al que apodaron así por su parecido con la
herramienta de trabajo, espiándola más de treinta minutos por la
ventana para luego acusarla de exhibicionista. Y ya al terminar la
plática, después de despedirse
del administrador y agradecer por su amabilidad para conversar sobre
el tema, una de las mujeres dijo... “al final de cuentas tanto
critican nuestra vida y nos desprecian y sus maridos son nuestros
clientes...”
Pág: 19 > Del libro: "Mi cuerpo en sepia"
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