7.10.13

PEQUEÑOS MUNDOS

LA BIBLIOTECA
Lo primero que uno piensa en errónea asociación es que los bibliotecarios son gente dichosa porque están rodeados de libros que pueden leer en horario de trabajo. Cualquiera que haya utilizado los servicios de una biblioteca pública notará, excepciones aparte, que los empleados viven en otra dimensión donde el tiempo transcurre más lentamente que para el resto de la gente. El contraste es mucho mayor para quienes vivimos a velocidad “internet” donde un segundo de espera significa una respuesta tardía.
No importa en qué país esté ubicada la biblioteca, el ambiente silencioso genera las mismas reuniones “sotto voce” en cualquier rinconcito para echar el chisme. Es curioso ver en la pared los letreros pidiendo silencio y en la sala los usuarios concentrados en su lectura a pesar del bisbiseo constante del grupo de empleados cotorreando como si estuvieran en una peluquería. Ni hablar de las bibliotecas que se han convertido en un centro de actividades para niños de kinder o las que cuentan con un acervo del año de la inquisición. La mayoría de las bibliotecas públicas son tierra de nadie.

OFICINAS DE GOBIERNO
Hoy llegué a una oficina de gobierno y muy amablemente me pidieron que esperara mi turno sentada en una silla. Observaba a la empleada mover papeles, copiar datos, abrir cajones, buscar carpetas a una velocidad de tortuga perezosa. La empleada sabía que yo la estaba esperando pero no aceleró sus acciones muy dueña de su tiempo y del mío. Enseguida comprendí que en este caso no era mala voluntad de la empleada sino distintas formar de concebir la palabra “trabajo”. Para un empleado de gobierno el horario de trabajo es cárcel, es tiempo que pasa lento y que no vale al menudeo pues haga lo que se haga el cheque viene a fin de mes. Para quienes trabajamos en forma independiente y somos nuestro propio jefe cada minuto es o no es dinero, cada minuto puede ser ganancia o pérdida por eso corremos de un lado a otro, nos organizamos mejor, no queremos perder veinte minutos saludando al compañero de oficina porque queremos comenzar a generar dinero. Esta simple diferencia aparentemente económica se convierte en estilo de vida.

LA EMPRESA
El primer día en un nuevo trabajo nos recuerda al primer día de clases. Enfrentar al grupo de desconocidos que ya posee códigos propios y amistades establecidas es una prueba difícil. Tratamos de agradar, de ser discretos y de tolerar por demás para ganarnos el respeto de los nuevos compañeros. Las coincidencias y desavenencias se van manifestando ubicándonos de un lado u otro de la calle. Las horas de descanso y espacios compartidos pueden ser un merecido relax o un infierno de intrigas. Nunca falta la víbora que nos observa desde su cubículo enroscada en su silla haciéndonos notar que no le simpatizamos. Las guacamayas siempre encontrarán un minutito para acercarse y hacer plática y tantear nuestra postura para saber si se puede confiar en nosotros. Los jefes pueden ser aliados o enemigos y no hay más responsable de esto que el azar. Y así transcurren las primeras semanas en nuestro nuevo empleo, más preocupados por el entorno social que por las tareas laborales. En todas las oficinas hay un envidioso, un inteligente, un mal hablado, un payaso, una ligera de cascos, una “Susanita” y lo mejor será aprender a sobrevivir en esa selva urbana con esa fauna que nos tocó.

EL FRACCIONAMIENTO
En algunos aspectos la sociedad sigue arrastrando sus prejuicios más necios hasta nuestros días y vivir en fraccionamientos de menos de cien casas es un ejercicio de observación interesante, particularmente durante las juntas de colonos para debatir temas en común.
Se constituye la Junta Directiva o Comité con cinco o seis personas. Al mismo tiempo se constituye el bando de los opositores, los “dedo en alto” que todo objetan y todo critican con el único afán de lanzar palabras al aire. Nunca es una crítica constructiva seguida de propuestas o posibles soluciones. Siempre es el dedo acusador que olvida que la Junta Directiva trabaja Ad Honorem.
Los pleitos entre vecinos son de lo más variado. Ruidos a altas horas de la noche, cocheras invadidas por vehículos ajenos, áreas de estacionamiento de visitas usadas por los colonos, niños que rompen plantas, perros que defecan y dueños que no juntan sus heces, exceso de velocidad, mora en los pagos de mantenimiento, vecinos que insultan al vigilante porque al ser morosos no tienen derecho a que se les abra el portón, etc.
Se parte de la premisa que jamás estarán de acuerdo cien personas por lo que se busca la mayor participación de los vecinos y se espera cierta tolerancia para escuchar y respetar distintos puntos de vista. Muchas de las casas están en renta y a los dueños no les interesa participar en las juntas. Otros vecinos jamás asisten y acatan lo que se decida. Lo cierto es que con suerte solo asiste a las juntas convocadas el 15% de los colonos.
La primera Junta Directiva se diluyó a los pocos meses por rumores sobre malversación de fondos hiriendo susceptibilidades y generando distancias que aún persisten. Los nuevos administradores tomaron las riendas y todo transcurrió en forma gris, sin sobresaltos pero tampoco sin logros. La tercera administración fue una amable imposición de los vecinos hacia una persona que en juntas anteriores había mostrado mucho carácter y no había tenido pelos en la lengua para enfrentar a quien sea. Pensaron que pondría en vereda a los morosos y que el orden se instauraría automáticamente pero no hay soluciones mágicas porque somos seres humanos en convivencia y esto es sinónimo de problemas.
Cierto día llegó un camión de mudanzas con nuevas inquilinas. A la mañana siguiente un vehículo las trajo a su nueva casa con el logo del centro nocturno para caballeros donde trabajaban. No faltó la vecina que espió detrás de su cortina y corrió a comentarlo. Enseguida empezaron los correos y las llamadas al nuevo administrador reclamando que “éste es un fraccionamiento de familia”, “qué como se puede permitir”, etc.
Estas mujeres efectivamente trabajaban como bailarinas en un club nocturno y algunas veces venían con clientes a domicilio. Una de las vecinas quejosas esgrimió indignada el argumento de que se escuchaban gemidos en la casa de estas mujeres a lo que el administrador respondió que él no podía hacer nada puesto que esos ruidos se generaban dentro de la propiedad de las mujeres y que en definitiva “no serían muy distintos a los que usted, doña Chole, hace con su marido... ¿verdad?” Doña Chole se puso roja, apretó los labios, dio media vuelta y se fue a su casa masticando rabia.
Entre bambalinas se decía que eran muchos los vecinos que no aceptaban la presencia de estas mujeres y el fraccionamiento se volvía tenso como si viviéramos una cacería de brujas. El malestar llegó a tal grado que el administrador tuvo que hablar con las mujeres para ponerlas al tanto de la situación a lo que respondieron que desde el primer momento los colonos hicieron sentir el desprecio.
Mientras ellas no causen molestias a los vecinos no se les puede juzgar por su trabajo. Hay muchas “familias” que no respetan las reglas de convivencia, niños que gritan, bebés que lloran, perros que ladran porque están todo el día solos, pero eso es “normal” para la gente prejuiciosa o envidiosa. Una de las mujeres dice que vio a “Pico de loro”, un hombre mayor al que apodaron así por su parecido con la herramienta de trabajo, espiándola más de treinta minutos por la ventana para luego acusarla de exhibicionista. Y ya al terminar la plática, después de despedirse del administrador y agradecer por su amabilidad para conversar sobre el tema, una de las mujeres dijo... “al final de cuentas tanto critican nuestra vida y nos desprecian y sus maridos son nuestros clientes...”

Pág: 19 > Del libro: "Mi cuerpo en sepia"
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