La fiesta terminó y hoy me toca
limpiar y cerrar el salón. Este club de barrio acabó su noche de
festival y los restos de madrugada son menos felices que la víspera.
A esta hora no queda nada más que la mezcla de amanecer y
lamparitas de 100 watts. Las expectativas se convirtieron en
desilusión, las promesas de amor en mentiras piadosas y el tipo que
llegó trajeado es ahora un borracho durmiendo en la esquina. Barro
los puchos consumidos, las servilletas arrugadas y sucias, un pequeño
papel con un número de teléfono y un corazón dibujado, saludo a
los rezagados bonachones que se van lentamente con la esperanza de
encontrar un mundo mejor al salir de aquí. Y entre tantos restos de
historias ajenas, mi propia historia de desencuentros. El corazón ya
no está para estos trotes, ya no lo puedo engañar ni él me lo
creería. El tiempo enseña y a veces cura. Uno se cansa de esta
resaca de tantos años queriendo querer. Y cuando el silencio huele a
podrido y el alma duele como ni te cuento, encuentro la mirada de mi
perro que desde un rincón me observa y me espera con esa complicidad
de un amor distinto y para siempre, tal vez el único que valga la
pena.
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